Hay molinos que ya no giran. Hay caña que se queda sin voz, cortada en el surco, esperando un trapiche que nadie quiere mover.
En algún pueblo remoto —de esos que los mapas digitales apenas registran—, un hombre de manos curtidas sigue apostándole al ritual de prensar la caña al amanecer. Es el último trapichero de la región. O uno de los pocos. No lo hace por dinero (que nu
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