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Hay molinos que ya no giran. Hay caña que se queda sin voz, cortada en el surco, esperando un trapiche que nadie quiere mover.

Hay molinos que ya no giran. Hay caña que se queda sin voz, cortada en el surco, esperando un trapiche que nadie quiere mover.

El sol aún no rompe el horizonte, pero el trapichero ya está en pie. Sus manos, curtidas por años de savia y sudor, palpan la caña como quien acaricia a un viejo amigo. El aire huele a tierra húmeda, a jugo fresco que brota entre los tallos verdes y dorados, a esfuerzo que se convierte en dulzura.

 

El trapiche no es solo una máquina. Es un altar.

 

En su danza lenta, los rodillos de madera gimen bajo el peso de la caña, exprimiendo su esencia como si fuera una plegaria. El jugo espeso, dorado como miel de sol, cae en el recipiente mientras las abejas —pequeñas obreras divinas— llegan en enjambre, atraídas por el aroma que las llama a trabajar. Ellas también saben que aquí hay magia.

 

Pero el mundo ya no escucha el canto del trapiche.

 

Los ingenios industriales han robado el protagonismo, y las nuevas generaciones miran hacia otro lado, hacia pantallas que no huelen a tierra ni saben del ritmo pausado de la caña molida. El oficio se apaga, lento pero seguro, como un fuego al que nadie le aviva las brasas.

 

¿Qué pierde México cuando muere un trapiche?

 

Pierde colores: el verde vibrante de los cañaverales, el ámbar del jugo recién extraído, el rojo del atardecer que pinta el campo mientras el trapichero limpia sus herramientas.

 

Pierde sabores: el piloncillo que endulzó la infancia de tantos, el aguardiente que calentó las noches frías, el jugo fresco que era medicina y delicia.

 

Pierde historias: las manos callosas que supieron domar la caña, las risas compartidas entre el ruido del molino, el orgullo de un trabajo que no se mide en likes, sino en litros de sudor y litros de dulzor.

 

Hoy, el trapiche es un fantasma que sigue en pie.

 

Un fantasma que resiste en rincones olvidados, en pueblos donde los viejos aún enseñan a los niños cómo se muele la caña, donde el olor a melaza se mezcla con el canto de los gallos. Pero los niños crecen, se van, y el trapiche queda ahí, silencioso, esperando a que alguien más lo haga respirar.

  

Apoyemos a esos campesinos que aún creen en la alquimia de la caña, que madrugan cuando el cielo aún es violeta, que saben que en cada gota de jugo hay un pedazo de México vivo. Compremos sus productos, escuchemos sus historias, valoremos su arte.

 

Porque cuando un trapiche calla, no es solo un oficio el que muere.

Es un poco de nuestra tradición que se va.